Buenos días a todos.
Hace un ratito estaba hablando con mi buena amiga Marta y me contaba que le había fascinado descubrir un video en YouTube del mejor pianista actual....
Me contaba que había disfrutado mucho con él y quería compartir conmigo tan grande descubrimiento para que yo pudiera igualmente disfrutarlo.
Realmente este tipo es un genio y su música hace volar nuestra imaginación.....
Por eso, hoy he decidido montar una entrada de blog distinta armando un maridaje que espero que disfrutéis....
Láng Lǎng nació en Shenyang ( República popular China) el 14 de junio de 1982
Tuvo una carrera profesional precoz empezando las clases de piano a los 3 años con la profesora Zhu Ya-Fen . Ganó con solo 5 años el Concurso de Piano de Shenyang y a los 13 años de edad tocó completos los 24 Estudios de Chopin en el Pekín Concert Hall y ganó el primer premio en el Concurso Internacional de Jóvenes Músicos de Tchaikovsky en Japón,
Sin embargo, su descubrimiento llegó en 1999, cuando tenía 17 años, con la dramática sustitución en el último minuto (presentada por Isaac Stern) de un indispuesto André Watts en el Festival "Gala de la Centuria" de Ravinia, en el cual tocó el Concierto para piano n.° 1 de Tchaikovsky con la Orquesta Sinfónica de Chicago (dirigida por Christoph Eschenbach). The Chicago Tribune le llamó el talento del teclado más grande, más excitante descubierto en muchos años. En 2001 hizo su debut con todas las butacas vendidas en el Carnegie Hall con Yuri Temirkánov, viajando a Pekín con la Orquesta de Filadelfia en una gira que celebraba su centésimo aniversario, durante el cual actuó para una audiencia de 8.000 personas en el Gran Salón del Pueblo, e hizo su aclamado debut en los Conciertos Sinfónicos de la BBC, a lo que la crítica del The Times de Londres escribió: "Lang Lang tuvo un éxito rotundo en el Royal Albert Hall... Esto bien podría ser historia en la actuación." En 2003, volvió a los Conciertos Sinfónicos de la BBC para el concierto de Primera Noche con Leonard Slatkin. Tras su reciente debut en un recital en la Filarmónica de Berlín, el Berliner Zeitung escribió: "Lang Lang es un intérprete espléndido con un detalle artístico que está siempre al servicio de la música."
Lang Lang ha actuado con las principales orquestas del mundo.
Durante 2007 Lang Lang hace una aparición con Andrea Bocelli celebrando sus 15 años de carrera a partir de 1992 con la canción "Io Ci Saró" y de igual manera en el 2008 sale en el disco de Andrea Vivere Live in Tuscany tocando en el Teatro del Silenzio con las melodías "Io Ci Saró" y "Hungarian Rhapsody", aceptando Andrea que Lang Lang es un pianista incomparable. En 2007 participa en la grabación de seis pistas en el álbum de Mike Oldfield, Music of the Spheres, que cuenta con la dirección orquestal de Karl Jenkins y que no sería lanzado hasta el primer trimestre de 2008.
Se me ha ocurrido que puede ser un buen plan para este martes sentarse a leer un libro mientras escuchas buena música.
Concierto en Santiago de Chile
https://www.youtube.com/watch?v=_cbKy8Lf6ZU
Concierto n 5 de Beethoven
https://www.youtube.com/watch?v=aH63RKQ7OEw
Concierto BBC
https://www.youtube.com/watch?v=CfC1bzr5Ezc
Chopin Album
https://www.youtube.com/watch?v=1d8xv1HHKtI
Concierto n. 24 Mozart con orquesta Filarmónica de China
https://www.youtube.com/watch?v=f-k_qnmMDxg
Me he atrevido a recomendaros como lectura para acompañar la música de este genio habilidoso este relato de Edgar Allan Poe:
El pozo y el péndulo
Impia tortorum longas hic turba furores sanguinis innocui, non satiata,
aluit,sospite nunc patria, fracto nunc funeris antro, mors ubi dira fuit vita
salusque patent.(Cuarteto compuesto para las puertas de un mercadoque debió
erigirse en el solar del Club de los Jacobinos, en París.)
Estaba agotado,
agotado hasta no poder más, por aquella larga agonía. Cuando, por último, me
desataron y pude sentarme, noté que perdía el conocimiento. La sentencia, la
espantosa sentencia de muerte, fue la última frase claramente acentuada que
llegó a mis oídos. Luego, el sonido de las voces de los inquisidores me pareció
que se apagaba en el indefinido zumbido de un sueño. El ruido aquel provocaba
en mi espíritu una idea de rotación, quizá a causa de que lo asociaba en mis
pensamientos con una rueda de molino. Pero aquello duró poco tiempo, porque, de
pronto, no oí nada más. No obstante, durante algún rato pude ver, pero ¡con qué
terrible exageración! Veía los labios de los jueces vestidos de negro: eran
blancos, más blancos que la hoja de papel sobre la que estoy escribiendo estas
palabras; y delgados hasta lo grotesco, adelgazados por la intensidad de su
dura expresión, de su resolución inexorable, del riguroso desprecio al dolor
humano. Veía que los decretos de lo que para mí representaba el Destino salían
aún de aquellos labios. Los vi retorcerse en una frase mortal, les vi
pronunciar las sílabas de mi nombre, y me estremecí al ver que el sonido no
seguía al movimiento.
Durante varios momentos
de espanto frenético vi también la blanda y casi imperceptible ondulación de
las negras colgaduras que cubrían las paredes de la sala, y mi vista cayó
entonces sobre los siete grandes hachones que se habían colocado sobre la mesa.
Tomaron para mí, al principio, el aspecto de la caridad, y los imaginé ángeles
blancos y esbeltos que debían salvarme. Pero entonces, y de pronto, una náusea
mortal invadió mi alma, y sentí que cada fibra de mi ser se estremecía como si
hubiera estado en contacto con el hilo de una batería galvánica. Y las formas
angélicas convertíanse en insignificantes espectros con cabeza de llama, y
claramente comprendí que no debía esperar de ellos auxilio alguno. Entonces,
como una magnífica nota musical, se insinuó en mi imaginación la idea del
inefable reposo que nos espera en la tumba. Llegó suave, furtivamente; creo que
necesité un gran rato para apreciarla por completo. Pero en el preciso instante
en que mi espíritu comenzaba a sentir claramente esa idea, y a acariciarla, las
figuras de los jueces se desvanecieron como por arte de magia; los grandes
hachones se redujeron a la nada; sus llamas se apagaron por completo, y
sobrevino la negrura de las tinieblas; todas las sensaciones parecieron
desaparecer como en una zambullida loca y precipitada del alma en el Hades. Y
el Universo fue sólo noche, silencio, inmovilidad.
Estaba desvanecido.
Pero, no obstante, no puedo decir que hubiese perdido la conciencia del todo.
La que me quedaba, no intentaré definirla, ni describirla siquiera. Pero, en
fin, todo no estaba perdido. En medio del más profundo sueño..., ¡no! En medio
del delirio..., ¡no! En medio del desvanecimiento..., ¡no! En medio de la
muerte..., ¡no! Si fuera de otro modo, no habría salvación para el hombre.
Cuando nos despertamos del más profundo sueño, rompemos la telaraña de algún
sueño. Y, no obstante, un segundo más tarde es tan delicado este tejido, que no
recordamos haber soñado.
Dos grados hay, al
volver del desmayo a la vida: el sentimiento de la existencia moral o espiritual
y el de la existencia física. Parece probable que si, al llegar al segundo
grado, hubiéramos de evocar las impresiones del primero, volveríamos a
encontrar todos los recuerdos elocuentes del abismo trasmundano. ¿Y cuál es ese
abismo? ¿Cómo, al menos, podremos distinguir sus sombras de las de la tumba?
Pero si las impresiones de lo que he llamado primer grado no acuden de nuevo al
llamamiento de la voluntad, no obstante, después de un largo intervalo, ¿no
aparecen sin ser solicitadas, mientras, maravillados. nos preguntamos de dónde
proceden? Quien no se haya desmayado nunca no descubrirá extraños palacios y
casas singularmente familiares entre las ardientes llamas; no será el que
contemple, flotantes en el aire, las visiones melancólicas que el vulgo no puede
vislumbrar, no será el que medite sobre el perfume de alguna flor desconocida,
ni el que se perderá en el misterio de alguna melodía que nunca hubiese llamado
su atención hasta entonces.
En medio de mis
repetidos e insensatos esfuerzos, en medio de mi enérgica tenacidad en recoger
algún vestigio de ese estado de vacío aparente en el que mi alma había caído,
hubo instantes en que soñé triunfar. Tuve momentos breves, brevísimos en que he
llegado a condensar recuerdos que en épocas posteriores mi razón lúcida me ha
afirmado no poder referirse sino a ese estado en que parece aniquilada la
conciencia. Muy confusamente me presentan esas sombras de recuerdos grandes
figuras que me levantaban, transportándome silenciosamente hacia abajo, aún más
hacia abajo, cada vez más abajo, hasta que me invadió un vértigo espantoso a la
simple idea del infinito en descenso.
También me recuerdan
no sé qué vago espanto que experimentaba el corazón, precisamente a causa de la
calma sobrenatural de ese corazón. Luego el sentimiento de una repentina
inmovilidad en todo lo que me rodeaba, como si quienes me llevaban, un cortejo
de espectros, hubieran pasado, al descender, los límites de lo ilimitado, y se
hubiesen detenido, vencidos por el hastío infinito de su tarea. Recuerda mi alma
más tarde una sensación de insipidez y de humedad; después, todo no es más que
locura, la locura de una memoria que se agita en lo abominable.
De pronto vuelven a
mi alma un movimiento y un sonido: el movimiento tumultuoso del corazón y el
rumor de sus latidos. Luego, un intervalo en el que todo desaparece. Luego, el
sonido de nuevo, el movimiento y el tacto, como una sensación vibrante
penetradora de mi ser. Después la simple conciencia de mi existencia sin
pensamiento, sensación que duró mucho. Luego, bruscamente, el pensamiento de
nuevo, un temor que me producía escalofríos y un esfuerzo ardiente por
comprender mi verdadero estado. Después, un vivo afán de caer en la
insensibilidad. Luego, un brusco renacer del alma y una afortunada tentativa de
movimiento. Entonces, el recuerdo completo del proceso, de los negros tapices,
de la sentencia, de mi debilidad, de mi desmayo. Y el olvido más completo en
torno a lo que ocurrió más tarde. Únicamente después, y gracias a la constancia
más enérgica, he logrado recordarlo vagamente.
No había abierto los
ojos hasta ese momento. Pero sentía que estaba tendido de espaldas y sin
ataduras. Extendí la mano y pesadamente cayó sobre algo húmedo y duro. Durante
algunos minutos la dejé descansar así, haciendo esfuerzos por adivinar dónde
podía encontrarme y lo que había sido de mí. Sentía una gran impaciencia por
hacer uso de mis ojos, pero no me atreví. Tenía miedo de la primera mirada
sobre las cosas que me rodeaban. No es que me aterrorizara contemplar cosas
horribles, sino que me aterraba la idea de no ver nada.
A la larga, con una
loca angustia en el corazón, abrí rápidamente los ojos. Mi espantoso
pensamiento hallábase, pues, confirmado. Me rodeaba la negrura de la noche
eterna. Me parecía que la intensidad de las tinieblas me oprimía y me sofocaba.
La atmósfera era intolerablemente pesada. Continué acostado tranquilamente e
hice un esfuerzo por emplear mi razón. Recordé los procedimientos
inquisitoriales, y, partiendo de esto, procuré deducir mi posición verdadera. Había
sido pronunciada la sentencia y me parecía que desde entonces había
transcurrido un largo intervalo de tiempo. No obstante, ni un solo momento
imaginé que estuviera realmente muerto.
A pesar de todas las
ficciones literarias, semejante idea es absolutamente incompatible con la
existencia real. Pero ¿dónde me encontraba y cuál era mi estado? Sabía que los
condenados a muerte morían con frecuencia en los autos de fe. La misma tarde
del día de mi juicio habíase celebrado una solemnidad de esta especie. ¿Me
habían llevado, acaso, de nuevo a mi calabozo para aguardar en él el próximo
sacrificio que había de celebrarse meses más tarde? Desde el principio
comprendí que esto no podía ser. Inmediatamente había sido puesto en
requerimiento el contingente de víctimas. Por otra parte, mi primer calabozo,
como todas las celdas de los condenados, en Toledo, estaba empedrado y había en
él alguna luz.
Repentinamente, una
horrible idea aceleró mi sangre en torrentes hacia mi corazón, y durante unos
instantes caí de nuevo en mi insensibilidad. Al volver en mí, de un solo
movimiento me levanté sobre mis pies, temblando convulsivamente en cada fibra.
Desatinadamente, extendí mis brazos por encima de mi cabeza y a mi alrededor,
en todas direcciones. No sentí nada. No obstante, temblaba a la idea de dar un
paso, pero me daba miedo tropezar contra los muros de mi tumba. Brotaba el
sudor por todos mis poros, y en gruesas gotas frías se detenía sobre mi frente.
A la larga, se me hizo intolerable la agonía de la incertidumbre y avancé con
precaución, extendiendo los brazos y con los ojos fuera de sus órbitas, con la
esperanza de hallar un débil rayo de luz. Di algunos pasos, pero todo estaba
vacío y negro. Respiré con mayor libertad. Por fin, me pareció evidente que el
destino que me habían reservado no era el más espantoso de todos.
Y entonces, mientras
precavidamente continuaba avanzando, se confundían en masa en mi memoria mil
vagos rumores que sobre los horrores de Toledo corrían. Sobre estos calabozos
contábanse cosas extrañas. Yo siempre había creído que eran fábulas; pero, sin
embargo, eran tan extraños, que sólo podían repetirse en voz baja. ¿Debía morir
yo de hambre, en aquel subterráneo mundo de tinieblas, o qué muerte más
terrible me esperaba? Puesto que conocía demasiado bien el carácter de mis
jueces, no podía dudar de que el resultado era la muerte, y una muerte de una
amargura escogida. Lo que sería, y la hora de su ejecución, era lo único que me
preocupaba y me aturdía.
Mis extendidas manos
encontraron, por último un sólido obstáculo. Era una pared que parecía
construida de piedra, muy lisa, húmeda y fría. La fui siguiendo de cerca,
caminando con la precavida desconfianza que me habían inspirado ciertas
narraciones antiguas. Sin embargo, esta operación no me proporcionaba medio
alguno para examinar la dimensión de mi calabozo, pues podía dar la vuelta y
volver al punto de donde había partido sin darme cuenta de lo perfectamente
igual que parecía la pared. En vista de ello busqué el cuchillo que guardaba en
uno de mis bolsillos cuando fui conducido al tribunal. Pero había desaparecido,
porque mis ropas habían sido cambiadas por un traje de grosera estameña.
Con objeto de
comprobar perfectamente mi punto de partida, había pensado clavar la hoja en
alguna pequeña grieta de la pared. Sin embargo, la dificultad era bien fácil de
ser solucionada, y, no obstante, al principio, debido al desorden de mi
pensamiento, me pareció insuperable. Rasgué una tira de la orla de mi vestido y
la coloqué en el suelo en toda su longitud, formando un ángulo recto con el
muro. Recorriendo a tientas mi camino en torno a mi calabozo, al terminar el
circuito tendría que encontrar el trozo de tela. Por lo menos, esto era lo que
yo creía, pero no había tenido en cuenta ni las dimensiones de la celda ni mi
debilidad. El terreno era húmedo y resbaladizo. Tambaleándome, anduve durante
algún rato. Después tropecé y caí. Mi gran cansancio me decidió a continuar
tumbado, y no tardó el sueño en apoderarse de mí en aquella posición.
Al despertarme y
alargar el brazo hallé a mi lado un pan y un cántaro con agua. Estaba demasiado
agotado para reflexionar en tales circunstancias, y bebí y comí ávidamente.
Tiempo más tarde reemprendí mi viaje en torno a mi calabozo, y trabajosamente
logré llegar al trozo de estameña. En el momento de caer había contado ya
cincuenta y dos pasos, y desde que reanudé el camino hasta encontrar la tela,
cuarenta y ocho. De modo que medía un total de cien pasos, y suponiendo que dos
de ellos constituyeran una yarda, calculé en unas cincuenta yardas la
circunferencia de mi calabozo. Sin embargo, había tropezado con numerosos
ángulos en la pared, y esto impedía el conjeturar la forma de la cueva, pues no
había duda alguna de que aquello era una cueva.
No ponía gran interés
en aquellas investigaciones, y con toda seguridad estaba desalentado. Pero una
vaga curiosidad me impulsó a continuarlas. Dejando la pared, decidí atravesar
la superficie de mi prisión. Al principio procedí con extrema precaución, pues
el suelo, aunque parecía ser de una materia dura, era traidor por el limo que
en él había. No obstante, al cabo de un rato logré animarme y comencé a andar
con seguridad, procurando cruzarlo en línea recta.
De esta forma avancé
diez o doce pasos, cuando el trozo rasgado que quedaba de orla se me enredó
entre las piernas, haciéndome caer de bruces violentamente.
En la confusión de mi
caída no noté al principio una circunstancia no muy sorprendente y que, no
obstante, segundos después, hallándome todavía en el suelo, llamó mi atención.
Mi barbilla apoyábase sobre el suelo del calabozo, pero mis labios y la parte
superior de la cabeza, aunque parecían colocados a menos altura que la
barbilla, no descansaban en ninguna parte. Me pareció, al mismo tiempo, que mi
frente se empapaba en un vapor viscoso y que un extraño olor a setas podridas
llegaba hasta mi nariz. Alargué el brazo y me estremecí, descubriendo que había
caído al borde mismo de un pozo circular cuya extensión no podía medir en aquel
momento. Tocando las paredes precisamente debajo del brocal, logré arrancar un
trozo de piedra y la dejé caer en el abismo. Durante algunos segundos presté
atención a sus rebotes. Chocaba en su caída contra las paredes del pozo.
Lúgubremente, se hundió por último en el agua, despertando ecos estridentes. En
el mismo instante dejóse oír un ruido sobre mi cabeza, como de una puerta
abierta y cerrada casi al mismo tiempo, mientras un débil rayo de luz
atravesaba repentinamente la oscuridad y se apagaba en seguida.
Con toda claridad vi
la suerte que se me preparaba, y me felicité por el oportuno accidente que me
había salvado. Un paso más, y el mundo no me hubiera vuelto a ver. Aquella
muerte, evitada a tiempo, tenía ese mismo carácter que había yo considerado
como fabuloso y absurdo en las historias que sobre la Inquisición había oído
contar. Las víctimas de su tiranía no tenían otra alternativa que la muerte,
con sus crueles agonías físicas o con sus abominables torturas morales. Esta
última fue la que me había sido reservada. Mis nervios estaban abatidos por un
largo sufrimiento, hasta el punto que me hacía temblar el sonido de mi propia
voz, y me consideraba por todos motivos una víctima excelente para la clase de
tortura que me aguardaba.
Temblando, retrocedí
a tientas hasta la pared, decidido a dejarme morir antes que afrontar el horror
de los pozos que en las tinieblas de la celda multiplicaba mi imaginación. En
otra situación de ánimo hubiese tenido el suficiente valor para concluir con
mis miserias de una sola vez, lanzándome a uno de aquellos abismos, pero en aquellos
momentos era yo el más perfecto de los cobardes. Por otra parte, me era
imposible olvidar lo que había leído con respecto a aquellos pozos, de los que
se decía que la extinción repentina de la vida era una esperanza cuidadosamente
excluida por el genio infernal de quien los había concebido.
Durante algunas horas
me tuvo despierto la agitación de mi ánimo. Pero, por último, me adormecí de
nuevo. Al despertarme, como la primera vez, hallé a mi lado un pan y un cántaro
de agua. Me consumía una sed abrazadora, y de un trago vacíe el cántaro. Algo
debía de tener aquella agua, pues apenas bebí sentí unos irresistibles deseos
de dormir. Caí en un sueño profundo parecido al de la muerte. No he podido
saber nunca cuánto tiempo duró; pero, al abrir los ojos, pude distinguir los
objetos que me rodeaban. Gracias a una extraña claridad sulfúrea, cuyo origen
no pude descubrir al principio, podía ver la magnitud y aspecto de mi cárcel.
Me había equivocado
mucho con respecto a sus dimensiones. Las paredes no podían tener más de
veinticinco yardas de circunferencia. Durante unos minutos, ese descubrimiento
me turbó grandemente, turbación en verdad pueril, ya que, dadas las terribles
circunstancias que me rodeaban, ¿qué cosa menos importante podía encontrar que
las dimensiones de mi calabozo? Pero mi alma ponía un interés extraño en las
cosas nimias, y tenazmente me dediqué a darme cuenta del error que había
cometido al tomar las medidas a aquel recinto. Por último se me apareció como
un relámpago la luz de la verdad. En mi primera exploración había contado
cincuenta y dos pasos hasta el momento de caer. En ese instante debía
encontrarme a uno o dos pasos del trozo de tela. Realmente, había efectuado
casi el circuito de la cueva. Entonces me dormí, y al despertarme, necesariamente
debí de volver sobre mis pasos, creando así un circuito casi doble del real. La
confusión de mi cerebro me impidió darme cuenta de que había empezado la vuelta
con la pared a mi izquierda y que la terminaba teniéndola a la derecha.
También me había
equivocado por lo que respecta a la forma del recinto. Tanteando el camino,
había encontrado varios ángulos, deduciendo de ello la idea de una gran
irregularidad; tan poderoso es el efecto de la oscuridad absoluta sobre el que
sale de un letargo o de un sueño. Los ángulos eran, sencillamente, producto de
leves depresiones o huecos que se encontraban a intervalos desiguales. La forma
general del recinto era cuadrada. Lo que creí mampostería parecía ser ahora
hierro u otro metal dispuesto en enormes planchas, cuyas suturas y junturas
producían las depresiones.
La superficie de
aquella construcción metálica estaba embadurnada groseramente con toda clase de
emblemas horrorosos y repulsivos, nacidos de la superstición sepulcral de los
frailes. Figuras de demonios con amenazadores gestos, con formas de esqueleto y
otras imágenes del horror más realista llenaban en toda su extensión las
paredes. Me di cuenta de que los contornos de aquellas monstruosidades estaban
suficientemente claros, pero que los colores parecían manchados y estropeados
por efecto de la humedad del ambiente. Vi entonces que el suelo era de piedra.
En su centro había un pozo circular, de cuya boca había yo escapado, pero no vi
que hubiese alguno más en el calabozo.
Todo esto lo vi
confusamente y no sin esfuerzo, pues mi situación física había cambiado mucho
durante mi sueño. Ahora, de espaldas, estaba acostado cuan largo era sobre una
especie de armadura de madera muy baja. Estaba atado con una larga tira que
parecía de cuero. Enrollábase en distintas vueltas en torno a mis miembros y a
mi cuerpo, dejando únicamente libres mi cabeza y mi brazo izquierdo. Sin
embargo, tenía que hacer un violento esfuerzo para alcanzar el alimento que
contenía un plato de barro que habían dejado a mi lado sobre el suelo. Con
verdadero terror me di cuenta de que el cántaro había desaparecido, y digo con
terror porque me devoraba una sed intolerable. Creí entonces que el plan de mis
verdugos consistía en exasperar esta sed, puesto que el alimento que contenía
el plato era una carne cruelmente salada.
Levanté los ojos y
examiné el techo de mi prisión. Hallábase a una altura de treinta o cuarenta
pies y parecíase mucho, por su construcción, a las paredes laterales. En una de
sus caras llamó mi atención una figura de las más singulares. Era una
representación pintada del Tiempo, tal como se acostumbra representarle, pero
en lugar de la guadaña tenía un objeto que a primera vista creí se trataba de
un enorme péndulo como los de los relojes antiguos. No obstante, algo había en
el aspecto de aquella máquina que me hizo mirarla con más detención
Mientras la observaba
directamente, mirando hacia arriba, pues hallábase colocada exactamente sobre
mi cabeza, me pareció ver que se movía. Un momento después se confirmaba mi
idea. Su balanceo era corto y, por tanto, muy lento. No sin cierta
desconfianza, y, sobre todo, con extrañeza la observé durante unos minutos.
Cansado, al cabo de vigilar su fastidioso movimiento, volví mis ojos a los
demás objetos de la celda.
Un ruido leve atrajo
mi atención. Miré al suelo y vi algunas enormes ratas que lo cruzaban. Habían
salido del pozo que yo podía distinguir a mi derecha. En ese instante, mientras
las miraba, subieron en tropel, a toda prisa, con voraces ojos y atraídas por
el olor de la carne. Me costó gran esfuerzo y atención apartarlas.
Transcurrió media
hora, tal vez una hora—pues apenas imperfectamente podía medir el tiempo—
cuando, de nuevo, levanté los ojos sobre mí. Lo que entonces vi me dejó atónito
y sorprendido. El camino del péndulo había aumentado casi una yarda, y, como
consecuencia natural, su velocidad era también mucho mayor. Pero,
principalmente, lo que más me impresionó fue la idea de que había descendido
visiblemente. Puede imaginarse con qué espanto observé entonces que su extremo
inferior estaba formado por media luna de brillante acero, que,
aproximadamente, tendría un pie de largo de un cuerno a otro. Los cuernos
estaban dirigidos hacia arriba, y el filo inferior, evidentemente afilado como
una navaja barbera. También parecía una navaja barbera, pesado y macizo, y
ensanchábase desde el filo en una forma ancha y sólida. Se ajustaba a una
gruesa varilla de cobre, y todo ello silbaba moviéndose en el espacio.
Ya no había duda
alguna con respecto a la suerte que me había preparado la horrible ingeniosidad
monacal. Los agentes de la Inquisición habían previsto mi descubrimiento del
pozo; del pozo, cuyos horrores habían sido reservados para un hereje tan
temerario como yo; del pozo, imagen del infierno, considerado por la opinión como
la Ultima Tule de todos los castigos. El más fortuito de los accidentes me
había salvado de caer en él, y yo sabia que el arte de convertir el suplicio en
un lazo y una sorpresa constituía una rama importante de aquel sistema
fantástico de ejecuciones misteriosas. Por lo visto, habiendo fracasado mi
caída en el pozo, no figuraba en el demoníaco plan arrojarme a él. Por tanto,
estaba destinado, y en este caso sin ninguna alternativa, a una muerte distinta
y más dulce ¡Mas dulce! En mi agonía, pensando en el uso singular que yo hacía
de esta palabra, casi sonreí.
¿Para qué contar las
largas, las interminables horas de horror, más que mortales, durante las que
conté las vibrantes oscilaciones del acero? Pulgada a pulgada, línea a línea,
descendía gradualmente, efectuando un descenso sólo apreciable a intervalos,
que eran para mí más largos que siglos. Y cada vez más, cada vez más, seguía
bajando, bajando.
Pasaron días, tal vez
muchos días, antes que llegase a balancearse lo suficientemente cerca de mí
para abanicarme con su aire acre. Hería mi olfato el olor de acero afilado.
Rogué al Cielo, cansándolo con mis súplicas, que hiciera descender más
rápidamente el acero. Enloquecí, me volví frenético, hice esfuerzos para
incorporarme e ir al encuentro de aquella espantosa y movible cimitarra. Y
luego, de pronto, se apoderó de mí una gran calma y permanecí tendido sonriendo
a aquella muerte brillante, como podría sonreír un niño a un juguete precioso.
Transcurrió luego un
instante de perfecta insensibilidad. Fue un intervalo muy corto. Al volver a la
vida no me pareció que el péndulo hubiera descendido una altura apreciable. No
obstante, es posible que aquel tiempo hubiese sido larguísimo. Yo sabía que
existían seres infernales que tomaban nota de mi desvanecimiento y que a su
capricho podían detener la vibración.
Al volver en mí,
sentí un malestar y una debilidad indecibles, como resultado de una enorme
inanición. Aun entre aquellas angustias, la naturaleza humana suplicaba el
sustento. Con un esfuerzo penoso, extendí mi brazo izquierdo tan lejos como mis
ligaduras me lo permitían, y me apoderé de un pequeño sobrante que las ratas se
habían dignado dejarme. Al llevarme un pedazo a los labios, un informe
pensamiento de extraña alegría, de esperanza, se alojo en mi espíritu. No
obstante, ¿qué había de común entre la esperanza y yo? Repito que se trataba de
un pensamiento informe. Con frecuencia tiene el hombre pensamientos así, que
nunca se completan. Me di cuenta de que se trataba de un pensamiento de
alegría, de esperanza, pero comprendí también que había muerto al nacer. Me
esforcé inútilmente en completarlo, en recobrarlo. Mis largos sufrimientos
habían aniquilado casi por completo las ordinarias facultades de mi espíritu.
Yo era un imbécil, un idiota.
La oscilación del
péndulo se efectuaba en un plano que formaba ángulo recto con mi cuerpo. Vi que
la cuchilla había sido dispuesta de modo que atravesara la región del corazón.
Rasgaría la tela de mi traje, volvería luego y repetiría la operación una y
otra vez. A pesar de la gran dimensión de la curva recorrida—unos treinta pies,
más o menos—y la silbante energía de su descenso, que incluso hubiera podido
cortar aquellas murallas de hierro, todo cuanto podía hacer, en resumen, y
durante algunos minutos, era rasgar mi traje.
Y en este pensamiento
me detuve. No me atrevía a ir más allá de él. Insistí sobre él con una
sostenida atención, como si con esta insistencia hubiera podido parar allí el
descenso de la cuchilla. Empecé a pensar en el sonido que produciría ésta al
pasar sobre mi traje, y en la extraña y penetrante sensación que produce el
roce de la tela sobre los nervios. Pensé en todas esas cosas, hasta que los
dientes me rechinaron.
Más bajo, más bajo
aún. Deslizábase cada vez más bajo. Yo hallaba un placer frenético en comparar
su velocidad de arriba abajo con su velocidad lateral. Ahora, hacia la derecha;
ahora, hacia la izquierda. Después se iba lejos, lejos, y volvía luego, con el
chillido de un alma condenada, hasta mi corazón con el andar furtivo del tigre.
Yo aullaba y reía alternativamente, según me dominase una u otra idea.
Más bajo,
invariablemente, inexorablemente más bajo. Movíase a tres pulgadas de mi pecho.
Furiosamente, intenté libertar con violencia mi brazo izquierdo. Estaba libre
solamente desde el codo hasta la mano. Únicamente podía mover la mano desde el
plato que habían colocado a mi lado hasta mi boca; sólo esto, y con un gran
esfuerzo. Si hubiera podido romper las ligaduras por encima del codo, hubiese
cogido el péndulo e intentado detenerlo, lo que hubiera sido como intentar
detener una avalancha.
Siempre mas bajo,
incesantemente, inevitablemente más bajo. Respiraba con verdadera angustia, y
me agitaba a cada vibración. Mis ojos seguían el vuelo ascendente de la
cuchilla y su caída, con el ardor de la desesperación más enloquecida;
espasmódicamente, cerrábanse en el momento del descenso sobre mí. Aun cuando la
muerte hubiera sido un alivio, ¡oh, qué alivio más indecible! Y, sin embargo,
temblaba con todos mis nervios al pensar que bastaría que la máquina
descendiera un grado para que se precipitara sobre mi pecho el hacha afilada y
reluciente. Y mis nervios temblaban, y hacían encoger todo mi ser a causa de la
esperanza. Era la esperanza, la esperanza triunfante aún sobre el potro, que
dejábase oír al oído de los condenados a muerte, incluso en los calabozos de la
Inquisición.
Comprobé que diez o
doce vibraciones, aproximadamente, pondrían el acero en inmediato contacto con
mi traje, Y con esta observación entróse en mi ánimo la calma condensada y aguda
de la desesperación. Desde hacía muchas horas, desde hacía muchos días, tal
vez, pensé por primera vez. Se me ocurrió que la tira o correa que me ataba era
de un solo trozo. Estaba atado con una ligadura continuada. La primera
mordedura de la cuchilla de la media luna, efectuada en cualquier lugar de la
correa, tenía que desatarla lo suficiente para permitir que mi mano la
desenrollara de mi cuerpo. ¡Pero qué terrible era, en este caso, su proximidad!
El resultado de la más ligera sacudida había de ser mortal. Por otra parte
¿habrían previsto o impedido esta posibilidad los secuaces del verdugo? ¿Era
probable que en el recorrido del péndulo atravesasen mi pecho las ligaduras?
Temblando al imaginar frustrada mi débil esperanza, la última, realmente, levanté
mi cabeza lo bastante para ver bien mi pecho. La correa cruzaba mis miembros
estrechamente, juntamente con todo mi cuerpo, en todos sentidos, menos en la
trayectoria de la cuchilla homicida.
Aún no había dejado
caer de nuevo mi cabeza en su primera posición, cuando sentí brillar en mi
espíritu algo que sólo sabría definir, aproximadamente, diciendo que era la
mitad no formada de la idea de libertad que ya he expuesto, y de la que
vagamente había flotado en mi espíritu una sola mitad cuando llevé a mis labios
ardientes el alimento. Ahora, la idea entera estaba allí presente, débil,
apenas viable, casi indefinida, pero, en fin, completa. Inmediatamente, con la
energía de la desesperación, intenté llevarla a la práctica.
Hacia varias horas
que cerca del caballete sobre el que me hallaba acostado se encontraba un
número incalculable de ratas. Eran tumultuosas, atrevidas, voraces. Fijaban en
mí sus ojos, como si no esperasen más que mi inmovilidad para hacer presa.
"¿A qué clase de alimento—pensé—se habrá acostumbrado en este pozo?"
Menos una pequeña
parte, y a pesar de todos mis esfuerzos para impedirlo, había devorado el
contenido del plato; pero a la larga, la uniformidad maquinal de ese movimiento
le había restado eficacia . Aquella plaga, en su voracidad, dejaba señales de
sus agudos dientes en mis dedos. Con los restos de la carne aceitosa y picante
que aún quedaba, froté vigorosamente mis ataduras hasta donde me fue posible
hacerlo, y hecho esto retiré mi mano del suelo y me quedé inmóvil y sin
respirar.
Al principio, lo
repentino del camino y el cese del movimiento hicieron que los voraces animales
se asustaran. Se apartaron alarmados y algunos volvieron al pozo. Pero esta
actitud no duró más que un instante. No había yo contado en vano con su
glotonería. Viéndome sin movimiento, una o dos o más atrevidas se encaramaron
por el caballete y oliscaron la correa. Todo esto me pareció el preludio de una
invasión general. Un nuevo tropel surgió del pozo. Agarrándose a la madera, la
escalaron y a centenares saltaron sobre mi cuerpo. Nada las asustaba el
movimiento regular del péndulo. Lo esquivaban y trabajaban activamente sobre la
engrasada tira. Se apretaban moviéndose y se amontonaban incesantemente sobre
mí. Sentía que se retorcían sobre mi garganta, que sus fríos hocicos buscaban
mis labios.
Me encontraba medio
sofocado por aquel peso que se multiplicaba contantemente. Un asco espantoso,
que ningún hombre ha sentido en el mundo, henchía mi pecho y helaba mi corazón
como un pesado vómito. Un minuto más, y me daba cuenta de que en más de un
sitio habían de estar cortadas. Con una resolución sobrehumana, continué
inmóvil.
No me había
equivocado en mis cálculos. Mis sufrimientos no habían sido vanos. Sentí luego
que estaba libre. En pedazos, colgaba la correa en torno de mi cuerpo. Pero el
movimiento del péndulo efectuábase ya sobre mi pecho. L estameña de mi traje
había sido atravesada y cortada la camisa. Efectuó dos oscilaciones más, y un
agudo dolor atravesó mis nervios. Pero había llegado el instante de salvación.
A un ademán de mis manos, huyeron tumultuosamente mis libertadoras. Con un
movimiento tranquilo y decidido, prudente y oblicuo, lento y aplastándome
contra el banquillo, me deslicé fuera del abrazo y de la tira y del alcance de
la cimitarra. Cuando menos, por el momento estaba libre.
¡Libre! ¡Y en las
garras de la Inquisición! Apenas había escapado de mi lecho de horror, apenas
hube dado unos pasos por el suelo de mi calabozo, cesó el movimiento de la
máquina infernal y la oí subir atraída hacia el techo por una fuerza invisible.
Aquélla fue una lección que llenó de desesperación mi alma. Indudablemente,
todos mis movimientos eran espiados. ¡Libre! Había escapado de la muerte bajo
una determinada agonía, sólo para ser entregado a algo peor que la muerte misma,
y bajo otra nueva forma. Pensando en ello, fijé convulsivamente mis ojos en las
paredes de hierro que me rodeaban. Algo extraño, un cambio que en principio no
pude apreciar claramente, se había producido con toda evidencia en la
habitación. Durante varios minutos en los que estuve distraído, lleno de
ensueños y escalofríos, me perdí en conjeturas vanas e incoherentes.
Por primera vez me di
cuenta del origen de la luz sulfurosa que iluminaba la celda. Provenía de una
grieta de media pulgada de anchura, que extendíase en torno del calabozo en la
base de las paredes, que, de ese modo, parecían, y en efecto lo estaban,
completamente separadas del suelo. Intenté mirar por aquella abertura, aunque,
como puede imaginarse, inútilmente. Al levantarme desanimado, se descubrió a mi
inteligencia, de pronto, el misterio de la alteración que la celda había
sufrido.
Había tenido ocasión
de comprobar que, aun cuando los contornos de las figuras pintadas en las
paredes fuesen suficientemente claros, los colores parecían alterados y
borrosos. Ahora acababan de tomar, y tomaban a cada momento, un sorprendente e
intensísimo brillo, que daba a aquellas imágenes fantásticas y diabólicas un
aspecto que hubiera hecho temblar a nervios más firmes que los míos. Pupilas
demoníacas, de una viveza siniestra y feroz, se clavaban sobre mí desde mil
sitios distintos, donde yo anteriormente no había sospechado que se encontrara
ninguna, y brillaban cual fulgor lúgubre de un fuego que, aunque vanamente,
quería considerar completamente imaginario.
¡Imaginario! Me
bastaba respirar para traer hasta mi nariz un vapor de hierro enrojecido.
Extendíase por el calabozo un olor sofocante. A cada momento reflejábase un
ardor más profundo en los ojos clavados en mi agonía. Un rojo más oscuro se
extendía sobre aquellas horribles pinturas sangrientas. Estaba jadeante;
respiraba con grandes esfuerzos. No había duda sobre el deseo de mis verdugos,
los más despiadados y demoníacos de todos los hombres.
Me aparté lejos del
metal ardiente, dirigiéndome al centro del calabozo. Frente a aquella
destrucción por el fuego, la idea de la frescura del pozo llegó a mi alma como
un bálsamo. Me lancé hacia sus mortales bordes. Dirigí mis miradas hacia el
fondo.
El resplandor de la
inflamada bóveda iluminaba sus cavidades más ocultas. No obstante, durante un
minuto de desvarío, mi espíritu negóse a comprender la significación de lo que
veía. Al fin, aquello penetró en mi alma, a la fuerza, triunfalmente. Se grabó
a fuego en mi razón estremecida. ¡Una voz, una voz para hablar! ¡Oh horror!
¡Todos los horrores, menos ése! Con un grito, me aparté del brocal, y,
escondiendo mi rostro entre las manos, lloré con amargura
El calor aumentaba
rápidamente, y levanté una vez mas los ojos, temblando en un acceso febril. En
la celda habíase operado un segundo cambio, y este efectuábase, evidentemente,
en la forma. Como la primera vez, intenté inútilmente apreciar o comprender lo
que sucedía. Pero no me dejaron mucho tiempo en la duda. La venganza de la
Inquisición era rápida, y dos veces la había frustrado. No podía luchar por más
tiempo con el rey del espanto. La celda había sido cuadrada. Ahora notaba que
dos de sus ángulos de hierro eran agudos, y, por tanto obtusos los otros dos.
Con un gruñido, con un sordo gemido, aumentaba rápidamente el terrible
contraste.
En un momento, la
estancia había convertido su forma en la de un rombo. Pero la transformación no
se detuvo aquí. No deseaba ni esperaba que se parase. Hubiera llegado a los
muros al rojo para aplicarlos contra mi pecho, como si fueran una vestidura de
eterna paz. "¡La muerte!—me dije—. ¡Cualquier muerte, menos la del
pozo!" ¡Insensato! ¿Cómo no pude comprender que el pozo era necesario, que
aquel pozo único era la razón del hierro candente que me sitiaba? ¿Resistiría
yo su calor? Y aun suponiendo que pudiera resistirlo, ¿podría sostenerme contra
su presión?
Y el rombo se
aplastaba, se aplastaba, con una rapidez que no me dejaba tiempo para pensar.
Su centro, colocado sobre la línea de mayor anchura, coincidía precisamente con
el abismo abierto. Intenté retroceder, pero los muros, al unirse, me empujaban
con una fuerza irresistible.
Llegó, por último, un
momento en que mi cuerpo, quemado y retorcido, apenas halló sitio para él,
apenas hubo lugar para mis pies en el suelo de la prisión. No luché más, pero
la agonía de mi alma se exteriorizó en un fuerte y prolongado grito de
desesperación. Me di cuenta de que vacilaba sobre el brocal, y volví los
ojos...
Pero he aquí un ruido
de voces humanas. Una explosión, un huracán de trompetas, un poderoso rugido
semejante al de mil truenos. Los muros de fuego echáronse hacia atrás
precipitadamente. Un brazo alargado me cogió del mío, cuando, ya
desfalleciente, me precipitaba en el abismo. Era el brazo del general Lasalle.
Las tropas francesas habían entrado en Toledo. La Inquisición hallábase en
poder de sus enemigos.
Edgar Allan PoeEspero que lo disfrutéis. Hasta mañana
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