Autores


En esta página de mi blog pretendo acercaros a algunos de los autores que más me gustan. Para ello os comparto algunos artículo clasificados por autor.

Arturo Pérez Reverte

El guerrero urbano

Esta noche ceno con tres amigos, para agradecerles un par de cosas: Jeosm, Rise y Lose. Hay deudas que uno no logra pagar en su vida, aunque lo intente, y la que tengo con ellos no podré liquidarla nunca. Pero hago lo que puedo: las reglas son las reglas. Una de esas maneras es juntarnos de vez en cuando, tomarnos unos vinos -menos Lose, que no prueba el alcohol- y luego irnos a cenar y reír un rato. Yo suelo estar callado, porque los que tienen cosas interesantes que contar son ellos. Así que me limito a ponerlo fácil, hacer preguntas y escuchar. Lose acaba de hacerse su chapa -su metro- número 511, y esta noche es la estrella. Él se lleva el homenaje. Pero es que, además, Lose es un interesante personaje. Con decir que sus colegas lo definen de guasa como «un enfermo», está dicho todo. O casi. Tiene treinta años y es menudo, bajito, pero su aparente fragilidad engaña un huevo. Cuando se arranca y te cuenta, crece cuatro palmos. Lose es un guerrero urbano duro, de acero inoxidable. Siempre bromeamos sobre los macarras de pastel y chulitos de discoteca; que no tienen media hostia, pero con los que las nenas se licuefactan, o se licuan, o como se diga. Qué sabrán ellas, le comento. Para leer biografías en la cara hay que tener unos años y ser lista, y ni todas tienen los años suficientes ni todas lo son. Tendrían que verte avanzar en la noche, saltar tapias, meterte a oscuras por respiraderos, reptar bajo sensores electrónicos, colarte por la cara en trenes camino de Ámsterdam, o de Berlín, con cuatro euros en el bolsillo -llevas en el paro desde que el cabo Finisterre era soldado raso-, dispuesto a hacerte aquel metro o aquel tren de cercanías que viste en Internet o del que te hablan los amigos. Dormir en cajeros automáticos o bajo cartones, pasando frío, hambre y miseria, bajo la lluvia, al acecho como un cazador paciente. Robar unos alicates en una ferretería de Budapest, tú que no hablas ni inglés, para cortar la alambrada que te separa de las vías del tren con el que sueñas. Para vivir cinco minutos de gloria. Para volar treinta segundos sobre Tokio.
Hablamos largo y estrecho mientras despachamos anchoas y fideos al horno. Él y los colegas se abren a mí con lealtad, y me enorgullece que lo hagan. Saben, porque lo hemos hablado, que no apruebo el asunto. El vandalismo que ensucia, afea y destruye. Pero también saben que respeto la parte respetable: los códigos, el compañerismo, la retorcida épica de sus incursiones nocturnas -misiones, las llaman-. De su deporte de riesgo, como dice uno de ellos. No apruebo, pero intento comprender. Y Lose es uno de los elementos claves para eso. Para penetrar lo que tienen en la cabeza. Un sujeto valioso. Con sus puntas de entrañable sociópata, desde que a los diez o doce años se puso delante de una pared virgen y mártir: «¿Artista? Yo no he sido artista en mi puta vida». Lo he visto planificar con los amigos, ejecutar, contarlo. Y, pese a la mili que llevo a cuestas, me quedo fascinado. Mirándolo. Escuchándolo. Así, comprendo el respeto con el que lo tratan sus colegas. Mi propio contradictorio y desconcertado asombro. Entiendo por qué Lose, con su metro sesenta y su engañosa sonrisa tímida, es el rey de Madrid y de allí donde se mete. Un héroe oscuro de nuestro desquiciado tiempo.
Se ríe mientras nos cuenta. Así es él. Con esa mezcla de candidez y audacia que lo hace tan singular. Hace una semana justa, a estas mismas horas, estaba corriendo con los vigilantes detrás, a ciegas en la noche, arriesgándose a romperse el alma. Iba con unos colegas, pero cuando les dieron el marrón todos los jurados se fueron derechos a él. «Como soy el más bajito, siempre se tiran a por mí. Al más fácil», comenta resignado. Estoico. Alguna vez, aunque es incapaz de hacerle daño a una mosca, Lose se lleva un nunchako de artes marciales, y cuando se le echan encima los jurados, lo saca y hace molinetes poniendo cara de loco, zas, zas, zas, para que se queden lejos y le dé tiempo de salir corriendo. Pero no siempre funciona. Anoche lo ligaron y pretendían que se comiera lo suyo y lo que no era suyo. Pero él, naturalmente, sólo pasaba por allí, y el pasamontañas lo llevaba por el frío. Y en mitad de la conversación, en plena calle, con tres policías dándole una bofetada de vez en cuando, nos tomas el pelo o qué, a su madre -que le cocina macarrones, su plato favorito- se le ocurre llamarlo por teléfono. «Oye, hijo, que ese Pérez-Reverte acaba de hablar de ti en la radio». Y Lose, con los tres maderos alrededor, los mira y responde: «Ahora no puedo atenderte, mama, que estoy ocupao».


Carmen Posadas

¿Por qué sí el pecado y no el pecador?

La sabiduría popular es eso, sabia y atinada, por lo que tendemos a dar por buenos dichos y sentencias que tal vez no lo sean tanto. Existe uno que siempre me ha parecido, además de injusto, perjudicial, y es el que viene insinuado en el título de este artículo. Seguro que les ha ocurrido alguna vez algo parecido. Amigo del alma que, con el aire pesaroso y solemne que antecede a las malas noticias, va y dice: «Hay algo que debes saber, se corre por ahí que tú...»... [rellénense aquí los puntos suspensivos con una habladuría, una insidia, cualquier chismorreo]. «Creo que es mejor que lo sepas por mí», continúa el buen samaritano. Y después, con un suspiro conmiserativo, concluye: «Hay que ver, qué mala es la gente».
Entonces, uno se indigna y protesta diciendo que todo es falso, reclama saber quién va por ahí contando mentiras, momento en el que el (no olvidemos) amigo del alma sonríe más pesaroso aún y argumenta que no puede complacerle porque, ya se sabe, se dice el pecado pero no el pecador. Y de nada sirve invocar amistad, lealtad o incluso el parentesco que nos une al portador de la noticia intentando averiguar el nombre del propalador de trolas. Porque da la casualidad de que, en un mundo en el que se respetan cada vez menos normas, hay una que sigue siendo sagrada y es esta: no revelar el nombre del pecador. ¿Por qué personas que nos aprecian o incluso nos aman deciden que su fidelidad debe estar con quien pretende hacernos daño? ¿Por qué ese mismo amigo o incluso pariente cercano que sin duda más de una vez ha sido objeto de una situación similar se presta a ser cómplice del murmurador y no de la víctima? Tengo mi teoría particular al respecto. Para empezar, creo que está muy arraigada en nosotros la idea de que no se debe delatar a nadie, ni siquiera (o tal vez debería decir, sobre todo) a alguien que hace algo reprobable. Soplón, traidor, mierdero, acusica, bocón, piante, cantor, chivoloco... basta con ver el número de sinónimos negativos que una palabra tiene para calcular su peso en el inconsciente colectivo.
Pero existe luego otro fenómeno que explicaría tan extraño pacto de silencio, tanta omertá. Uno que sirve para entender también otras conductas tan estúpidas como inexplicables. A la gente le cuesta mucho eso que ahora llaman pensar fuera de la caja. Es decir, salirse de los esquemas preestablecidos, ver las cosas a través de sus ojos y no de los de otros, cuestionar aquello que, a poco que se reflexione, no aguanta ni el análisis más elemental. Curiosa paradoja es que, en unos tiempos en los que se pone en solfa todo, las prioridades, los valores, las costumbres y tradiciones, las creencias, las lealtades, y no sigo porque me canso, nadie se cuestione premisas que no solo no favorecen a nadie, sino que sirven para amparar lo que todo chismorreo camufla y esconde. Y lo que esconde no es la rectitud ni tampoco la Verdad, virtud por cierto tan sobrevalorada como abusada en estos tiempos, sino una debilidad humana demasiado humana, que diría Nietzsche: la envidia.
Por eso se me ocurre que tal vez la próxima vez que a uno le vengan con la monserga de «se dice el pecado pero no el pecador», podría recordársele al buen samaritano que trae la noticia que se lo piense un poquito más. Que si espera lealtad de ahí en adelante, lo primero que tendrá que demostrar es de parte de quién está. Sin embargo, más allá de todo esto, lo realmente importante a mi modo de ver es el asunto que antes les mencionaba de pensar fuera de la caja. O, lo que es lo mismo, darse cuenta de que la vida está llena de premisas tan tontas como esta que nadie cuestiona. No vaya a ser que, en un mundo más iconoclasta que nunca (y conste que me parece bueno que así sea), resulte que sigamos siendo prisioneros de inercias, de frases hechas, de falsas verdades que algún listo interesado ha logrado convertir en dogma.


Paulo Coelho

Yo no soy feliz

Uno de los comentarios más frecuentes en cualquier entrevista es:... y ahora que es usted una persona feliz...
Lo cual provoca una inmediata reacción:
¿He dicho yo que soy feliz?
No soy feliz, y la búsqueda de la felicidad, como objetivo principal, no forma parte de mi mundo. Evidentemente, como ser humano que soy, hago aquello que me gusta hacer. A causa de ello, me han internado tres veces en un hospital psiquiátrico, he pasado pocos pero terribles días en los sótanos de las dependencias militares durante la dictadura en Brasil, he perdido y he ganado amigos y amantes con la misma velocidad. En su día me metí por caminos que, si hoy pudiese volver atrás, tal vez evitaría, pero siempre había algo que me empujaba hacia delante, y desde luego no era la búsqueda de la felicidad. Lo que me interesa en la vida es la curiosidad, los desafíos, el buen combate con sus victorias y sus derrotas. Llevo encima muchas cicatrices, pero también momentos que jamás habría vivido si no me hubiese aventurado más allá de mis límites. Me enfrento a mis temores y a mis momentos de soledad, y pienso que una persona feliz jamás pasa por eso.
Pero todo ello no tiene la menor importancia: estoy contento. Y alegría no es sinónimo de felicidad (que para mí se parece más a una larga tarde de domingo, donde no existe ningún desafío), sino tan solo el descanso que en unas pocas horas se convierte en tedio, los mismos programas de televisión al final de la tarde, la perspectiva del lunes esperándonos con su rutina.
Digo todo esto porque me ha sorprendido el tema de portada de una revista americana de gran prestigio, generalmente dedicada a asuntos políticos. El tema era: «La ciencia de la felicidad: ¿está en su sistema genético?». Aparte de las cosas de siempre (tablas con estadísticas sobre países más felices o menos felices, estudios sociológicos sobre la búsqueda del sentido de la vida por parte del hombre, ocho pasos para encontrar la armonía), el artículo hacía algunas observaciones interesantes que me hicieron ver, por primera vez, que no soy el único en mi modo de pensar:
a) Los países donde la renta per cápita está por debajo de diez mil dólares al año son países donde la mayoría de la gente no es feliz. Sin embargo, se descubre que, a partir de ahí, la diferencia económica ya no es tan importante. Un estudio científico realizado con las cuatrocientas personas más ricas de los Estados Unidos demuestra que estas son solo ligeramente más felices que aquellas que ganan veinte mil dólares. Conclusión lógica: aunque es evidente que la pobreza es algo inaceptable, el viejo dicho «el dinero no da la felicidad» es algo que se puede demostrar de modo científico en los laboratorios.
b) La felicidad es solo uno de los trucos que utiliza nuestro sistema genético con el fin de cumplir su único papel: la supervivencia de la especie. Así, para obligarnos a comer o a hacer el amor, es necesario asociar a ello un elemento llamado placer.
c) Por mucho que la gente se declare feliz, nadie está completamente satisfecho: siempre hay que conquistar a una mujer más bonita, comprar una casa más grande, cambiar de coche por otro mejor, desear aquello que no se tiene. También eso es una manifestación sutil del instinto de supervivencia: en el momento en que las personas se sintieran plenamente felices, nadie se atrevería a hacer nada diferente, y el mundo dejaría de evolucionar.
d) Por eso, tanto en el plano físico (comer, hacer el amor) como en el emocional (desear siempre aquello que no se tiene), la evolución del ser humano ha dictado una regla importante y fundamental: la felicidad no puede durar. Siempre consistirá en momentos, de modo que jamás podamos acomodarnos en una poltrona y limitarnos a contemplar el mundo.
Conclusión: es mejor olvidar esa idea de buscar la felicidad a toda costa, e ir en busca de cosas más interesantes, como los mares desconocidos, las personas extrañas, los pensamientos provocadores, las experiencias arriesgadas. Solo de esa manera viviremos enteramente nuestra condición humana, contribuyendo a una civilización más armoniosa y más en paz con las otras culturas. Por supuesto, todo eso tiene un precio, pero vale la pena pagarlo.






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